‘El pirómano y la Ley’

Escrito por Doctor Eduardo E. Borgoñós. 3 de junio de 2017, sábado.

A modo de introducción, diré que el fuego ha tenido un carácter sacro para el hombre ya desde tiempos remotos, siendo símbolo de la energía y fuerza creadora; para nuestros antepasados, tener poder siempre llevó implícito hacer frente al fuego y tener control sobre él. Parménides lo consideró, junto a la tierra, el aire y el agua, como elemento origen de todas las cosas. Por otro lado, prender fuego también se ha usado desde tiempos remotos como medio de defensa y como arma.

Hay casos de sujetos que presentan conductas incendiarias puntuales por respuestas a móviles universales como pueden ser la venganza, el enfado, la ira, u otros; estas situaciones dan lugar a noticias que oímos con relativa frecuencia, donde, por ejemplo, una persona prende fuego a un arbolado con el fin de poder obtener maliciosamente un fin, como puede ser la recalificación de un terreno. En estos casos se usa precisamente el fuego por su poder devastador, pero no existe realmente ese factor primordial al que quiero hacer referencia: el intenso, hasta enfermizo, atractivo por él. Ésta última sí es una característica común de los tres perfiles que voy a definir: el pirofílico, el incendiario y el pirómano. El pirofílico es aquel sujeto que siente todo lo relacionado con el fuego como una atracción realmente placentera, le gusta contemplar maravillado las hogueras, o ser espectador disfrutando de grandes incendios, en casa se chifla por encender la chimenea y todo el ritual que supone manejarla, etc.; ello es una tendencia, pero aisladamente suele quedar en nada más. El incendiario es la persona que, experimentando también fascinación por el fuego, ya lo usa como instrumento nocivo o arma de preferencia y prende fuego con un objetivo concreto siendo siempre consciente de su motivación, por muy estúpida que nos pueda parecer ésta; el incendiario puede o no tener un trastorno psiquiátrico asociado, siendo esta asociación la que, como veremos más adelante, podrá repercutir en la valoración de su imputabilidad.  Por último está el pirómano, término en el que erróneamente metemos a todos las personas que provocan un incendio, y que se caracteriza porque el sujeto cuenta con un mecanismo de producción inconsciente que desemboca en el impulso irrefrenable a incendiar, a observar sus efectos, e incluso a ayudar a extinguirlo (aunque resulte paradójico es frecuente encontrar al pirómano entre las personas trabajan en su extinción); realmente no existen móviles ni hay otros intereses.

La piromanía fue descrita por primera vez en 1833 con el nombre de monomanía incendiaria (término desechado en la actualidad) y se incluye ahora en los trastornos del control de los impulsos. Se acepta que, si seguimos el DSM-5, para diagnosticar la piromanía se deben cumplir unos criterios diagnósticos establecidos, estos son, que la provocación de incendios de forma deliberada e intencionada sea patente en más de una ocasión, que haya tensión o excitación afectiva antes de hacerlo, que el sujeto presente fascinación, interés, curiosidad o atracción por el fuego y todo su contexto, y por último, que el individuo obtenga placer, gratificación o alivio al provocar el incendio o a presenciarlo o a participar en sus consecuencias. El sujeto, vuelvo a repetir, se va a mover dentro del espectro: sensación de angustia previa al incendio, alivio una vez producido el fuego y el placer colaborando en su extinción (como curiosidad, añadir que los psicoanalistas hablan de la manguera como prolongación del pene infantil).
Los pirómanos suelen ser hombres, frecuentemente con malas habilidades sociales y con problemas de aprendizaje. La piromanía como diagnóstico primario (sin más) es rara, apareciendo más bien asociada a otros trastornos comórbidos como pueden ser el trastorno de la personalidad antisocial, el trastorno por consumo de sustancias, el trastorno bipolar y la ludopatía; recuerdo que también aquí, la coexistencia de trastornos asociados, va a poder además influir para la imputabilidad.

En general, y también en el ámbito jurídico-forense, hay unanimidad en admitir que “quien sufre piromanía debe ser considerado como peligroso y difícilmente tratable”. La tensión interior, vivida de forma irresistible, lleva a la realización del acto pirómano de forma imperiosa y el sujeto, que nunca pierde el conocimiento de lo que hace, actúa, eso sí, de forma irreflexiva, no totalmente meditada y sin importar los resultados finales que vaya a provocar, siempre que ello calme de forma inmediata su intensa ansiedad. Es en todas estas cuestiones donde radica precisamente la valoración de la imputabilidad; el problema es que, como sabemos, el grado de ansiedad que impulsa a la persona a realizar ese acto de forma imparable y sin atenerse a sus graves consecuencias, es objetivamente muy difícil de evaluar de cara a enjuiciar un delito de incendio.

En general, no son muy numerosas las sentencias jurisprudenciales relacionadas con la piromanía que, también dependiendo de la comorbilidad, suelen implicar la aplicación de atenuante muy cualificada, por disminución intensa de su capacidad volitiva, o la atenuación analógica, por una leve afección de la voluntad, pero apenas la eximente completa por no comprender la ilicitud del hecho o actuar conforme a esa comprensión. Añadir que, en algunas STS u otras de Jurisprudencia menor leo que se recogen, y con relativa frecuencia, los casos de rebaja de condena por el atenuante de colaboración con la justicia, lo que habla además del sentimiento y reconocimiento del trastorno por parte del paciente.

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